Por Carlos Santibáñez Andonegui
La épica no se agota nunca, se intercambia. A través de las
épocas hay canjes, ajustes de cuentas, el banco mundial de la literatura es la
épica, depósito de mitos y de formas que toma el inconsciente colectivo para
expresar aquello de lo cual carece o adolece. Aquiles en la Ilíada, Ulises en
la Odisea, el Siegfried de los Nibelungos o el Cid Campeador, son formas que
toma la imaginación para plasmar aquello que su época tiene que decir, oyendo
lo que nadie dice, pero que todos piensan. Se trata de escuchar, para poder
plasmar. Recordadlo, creadores: esta mano invisible en apariencia y en realidad
bien terca que nos ha creado, nos ha venido creando y nos sigue recreando, por
mucho que nos pique el orgullo para reconocerlo, nos dio dos ojos y una sola
boca, dos oídos pero una sola boca, para que primero viéramos y oyéramos antes
de hablar. Creador que no ve, creador que no escucha, y únicamente habla para
reclamar como verdulera en el mercado, no sirve para armar en los abismos de
una época, el inventario que vive a través de la épica. Qué esperanza que
escuche o cuando menos intuya esa voz alguna vez seducida, alguna vez
seductora, que a nombre de todas las mujeres, en vía de reclamo de género,
prorrumpe: “Quiero el botín, me pertenece…”
Ethel Krauze (Doctora en Literatura y autora de cuarenta obras
publicadas a la fecha) ha escuchado una voz perdida en nuestro tiempo, sumida
en el eje del planeta que se vence hacia el solsticio de verano y se mueve de
más, se mueve hoy ya dentro del hondo riesgo “y sin embargo se mueve”: la
mujer, en una de sus figuras más nobles e inauditas; la que nos muestra que la
lucha es en casa, la de la verdadera ama de casa, un más allá del sexo a quien
hemos dejado encargada de toda la verdad, del asombro, de las cosas más nobles
de la vida.
A ella hay que animarla a cantar, hay que decirle, con la poeta Ethel
Krauze: “Hay una Ilíada nuestra: / una Diosa que escucha y que contesta.” Es
ella la protagonista de su Ilíada, vieja Helena de Troya antaño pretendida, y
dentro de ella vive la guardiana, custodia del tesoro, no lo deja morir, le
extrae el fuego hegelianamente para libar la pulpa, el resultado, y que brote
la magia del talismán olvidado en los trasiegos del armario.
Por eso saca mitad, cuarta, décima del mundo cuando deja la dieta, y
reconoce: “todo, lo quiero todo”. Si va por el botín de la cocina su derecho es
partir “la rebanada del pastel, / la última”. Esta mujer protagonista de Otra Ilíada, con Ethel, viene a decirnos que la lucha
no está en los navíos que devora el Helesponto, sino aquí dentro, en casa,
donde parece que no hay nada de épico, sino la sola mugre que limpiar: “El
suelo de la cocina es la mugre en persona,/ la mugre entera,/ perfecta,/ la
diosa mugre”. Ahora podemos repetir el canto de Aquiles: ¡Canta, oh diosa, la
cólera de aquellas Que se quiebran de gozo en solitario! ¡Canta la dulzura de
sus manos! ¡Canta el candor de sus ovarios…!
Es clásica esta obra, no hay duda. Clásico es lo que vuelve, lo que está
construido con momentos que vuelven y que cuando surgieron se presentía que
iban a ser clásicos. Clásico es lo que se deja y se vuelve a tomar. ¡Qué lejos
está lo clásico de la fingida reverencia absurda del farsante! Ethel Krauze ha
sido traducida al inglés, francés, italiano, ruso y eslovaco. Clásica es su
obra Cómo acercarse a la poesía, y dentro de la
obra que nos ocupa, clásica es la mujer que en medio de la trama se detiene y
se dice a sí misma: “Eres el único personaje en escena”, porque
el espacio es un fondo de cesto de basura, “porque la casa
verdadera/ es la que tienes que limpiar”, para llegar a algo que no existe,
sino sólo en idea: más allá de lo otro, la
familia, la casa en pulcritud, la que no existe:/
la idea de la casa…” y el entorno es aquí como de idea del Estado: “Tú,/ con todos tus
poderes/ barriendo la cocina”. El entorno es de hora que llega, de lío que se
formula en “cáscara de huevo/ pegada al vaso”. Y el poema, el codiciado poema,
encaja aquí: “Iluminada seas, llegó tu hora. // Nadie ha cantado una oda al
odio puro de lavar los trastes”. Viendo aquí de reojo al cantor del hogar
cuando decía: “que los mejores lauros de la gloria/ son los que se cosechan en
secreto”, vibramos con el ama de casa que replica: “Nadie predijo que la Gloria
es fácil”. Esta es la cautiva que en el Canto primero de la obra, responde al
moderno Cautiverio de Briseida, la esclava que en
lo obscuro es disputada, y de día reflexiona en sus hijos chiquitos: El grande
quiere hot cakes de plátano con nueces; El de en medio, molletes de frijoles;
la pequeña, su cereal de colores con pasitas; y todos, su chocolate caliente
con espuma, batido en molinillo de madera como hacían las abuelas… Esta mujer
que busca el Absoluto cocinando, trapeando, como la Kyra Galván del poema de
las contradicciones ideológicas surgidas al lavar un plato,
bien puede repetirse a sí misma: “Toda la casa es una Ilíada,/ es tu Ilíada”.
Sobrevive al festín de máquinas inteligentes,
lavadora, secadora, licuadora, aspiradora, ¿quién es ella por fin? Es la
moderna hechicera, “Trata de convencer a los pequeños de las bondades del horno micro ondas, pero
no, ni pensarlo: “No sabe igual… ni modo. / No hay discurso de Hegel capaz de
remediarlo”. Para el ama de casa que es a veces la única que quiere seguir el
hilo de esta trama sin fin, la de volver, la de partir, “el cuarto de los niños
es teatro sin retorno… no tiene espectadores, / ni cuenta con aplausos”. Es la
mujer que arregla lo que tiene que arreglar, lo que su rol le tiene reservado:
“Las ollas van a las repisas altas, / abajo los platitos para el té/ y tú,
madona de la vida diaria, / te ganas un encore, /
¡otra vez! ¡Otra vez!” Y de ahí a la mujer trascendente, a la mujer que busca
el Absoluto en la lumbre que le sembraron ojos, con que la ataron otros, la del
Canto Segundo de la obra que nos ocupa, intitulado: “La rebelión de la salvaje”, es la niña que vuelve, la que
quiso volar y a quien el mundo no dejó volar, mas a su modo vuela y en sus alas
se sostiene el mundo entero. A su llamado, a su conjuro, dado que guarda el
secreto de las apariciones de lo bello, de las transformaciones de lo cierto,
no hay quien resista. Sirena, fuente, resurrección, ¡aquí está la mujer! Una
mujer tiene que practicar la llamada O el conjuro. Su combativa sangre guarda
los atributos del torbellino o la polvareda. Cuando decimos el motor de la
humanidad es la mujer, decimos que el motor de la humanidad es el amor dondequiera que esté, y sea capaz de enseñarnos “como cruzar
precipicios/ volando con una sola ala”. Esa mujer que vuelve por ella, la que
intuye que el tiempo es ese algo “que escapa poco a poco/ entre la coladera”,
la que se viene a encontrar donde se había dejado olvidada para entrarse “en el
fondo recóndito y estrecho/ del refrigerador”, en una juventud en donde se
dejó, se abandonó, querida, pretendida, conquistada, para vivir el mundo en lo
que tiene de dolor, de traición, de sin embargos, y penas, esa mujer que junta
la señora y la niña, es la Penélope que se ha quedado ahí tejiendo un
relámpago, ¡es ella! Sí, la vemos, la reconocemos nosotros como a Ulises el
perro en la Odisea. Es la mujer que triunfa de lo amargo, con un algo de bruja,
y de leyenda. Prometo cantarle a la luna cada noche, desenterrar semillas y
lanzarlas al viento del desierto para que germinen avenidas de setos y dancen
otra vez los duendes. El fondo es de anagnórisis, de reconocimiento sin
límites. Esa misma mujer pudo ser Afrodita, madre de Eros picado por una abeja,
mas después, fue Atenea, la inteligencia emocional, fue la “Venus de Milo con cajones” que atrapara Dalí, su closet se llenó de sabiduría y
la perdió y la volvió a encontrar, y una de sus lecturas es de que hay que
perder para encontrar, -aquí se formatea todo Oriente-, es la perla mística que
invita a entrar en el silencio, habitarlo, la que nos curará si esto de vivir
tiene cura, mas por lo pronto “es una enferma de voz”, es “una sed de lengua que
palpita/ repitiendo el poema de la vida,/ uno solo,/ un aullido que arde sin
hoguera”. Toda mujer disputa a Moisés el privilegio de la zarza que arde sin
consumirse, pésele a quien le pese, toda mujer enseña a su Moisés, y esa mujer
que enseña es simplemente una diosa, una diosa salvaje que apenas si se
entiende ella misma y se invoca en su otredad: “Hay una mujer dentro de mí/ con
fuego oscuro: / una mujer salvaje a la que temo e invoco/ para que me alumbre”.
No reniega la diosa de su condición animal, porque así es, así debe de ser, no
hay otra explicación, el ser humano llega al triunfo de ser, a través de la
sangre, de la sangre devota como dijera López
Velarde, que ni siquiera en los mejores momentos de la mística se sacude o
reniega de su tronco animal: “Sobre el tejado dejaré mis huellas/ hasta que
cante la madera,/ hasta que canten los troncos de la higuera,/ trazaré con las
patas/ el hilo de mis venas/ y danzarán por ellas/ todos los ecos que mi nombre
encierra”. No sabe lo que toca el que lee este libro de Ethel Krauze. Es una
felicidad no cantada, inédita en poesía, es los 360 grados del eterno femenino, y es en fin, la mujer
madre, la que espera, a su héroe, a su Ulises, a su hijo, a su padre, y
finalmente, a algo, ese algo que vendrá. ¡Oh mujer con estrella que a las
puertas de la eternidad nos dice: “Prometo cantar sin fin”!
Ethel Krauze, La otra Ilíada,
Ediciones Torremozas, Cubierta: Jesús Herrero, (Col. Torremozas Poesía 296),
ediciones@torremozas.com, Madrid, 2016. Reseña por Carlos Santibáñez Andonegui,
29/05/16.
Publicar un comentario